Un microcuento andino

A un costado del camino, a las faldas del Cerro Narrío, se encuentra un pequeño rebaño de alpacas cubierto por el crepúsculo matutino. Muy cerca de estos camélidos está una pintoresca casita de adobe en cuya ventana se divisa, tras la cortina, la silueta de Juana Llivicura. Dentro de su habitación, Juana guarda en su shigra de colores sus suaves alpargatas, su blusa bordada por ella misma y su foto familiar. Sus ojos emanan hilos salados y cristalinos, pues su padre, Luis, minutos antes de ir a su jornada de trabajo agrícola, no muy lejos de casa, le ha advertido que si sale del hogar para casarse con Manuel Sinchi no le perdonará nunca.

 

 

 

 

    

    Cuenca se caracteriza por tener una historia cultural ancestral en simbiosis con la historia colonial. En este contexto al caer la noche, emergen una serie de mitos y leyendas de personajes noctámbulos que transitan por las calles de la urbe. He aquí un estudio antropológico de sus escenarios.

 

 

Carlos se muestra orgulloso por ser hijo de padres acomodados. Su padre, un señor alto, con barba negra, muy serio, acude casi todos los días a la puerta de la escuela para acompañar a su hijo hasta casa.

Ayer Carlos se peleó con Pedro, uno de los más pequeños de nuestra clase, hijo de un carbonero, y no sabiendo ya qué replicarle, porque no llevaba razón, le dijo en voz muy alta:

-Tu padre es un andrajoso.

Pedro se puso muy rojo y no respondió; pero le saltaron las lágrimas y, al llegar a su casa, le contó lo sucedido a su padre, un honrado carbonero, hombre de poca talla, que parece negro por lo tiznado que va. El ofendido padre se presentó por la tarde con su chico de la mano a quejarse al maestro.

Mientras esto sucedía, estando todos nosotros muy callados, el padre de Carlos, que le estaba quitando la capa a su hijo en la puerta, según su costumbre, oyó pronunciar su nombre y entró a pedir una explicación.

-Este señor -dijo el maestro señalando al carbonero- ha venido a quejarse de que su hijo, Carlos, dijera ayer al suyo: «Tu padre es un andrajoso.»

El padre de Carlos arrugó el entrecejo y se puso algo colorado. Después preguntó a su hijo:

-¿Es verdad que has dicho eso?

El chico, de pie en medio de la clase, con la cabeza baja delante del pequeño Pedro, no rechistó. El padre comprendió entonces que era cierto; le agarró de un brazo, le obligó a que se aproximase más al ofendido, poniéndole frente a él, y le dijo:

-¡Pídele perdón!

El carbonero quiso interponerse, diciendo:

-¡No, no, de ninguna manera!

Pero el papá de Carlos no lo consintió, y retiró a su hijo:

-¡Pídele perdón! Repite esto: Te ruego me perdones por las palabras injuriosas, insensatas y groseras que te dije ayer, ofendiendo a tu padre, al cual tiene el mío el honor de estrechar la mano.

El carbonero hizo un gesto resuelto, como diciendo:

-No, por favor, ya está bien.

Pero el señor Nobis se mantuvo firme en su propósito, y su hijo, aunque lentamente y con un hilillo de voz, sin levantar la vista del suelo, fue diciendo:

-Te ruego me perdones... por las palabras injuriosas... insensatas... y groseras... que te dije ayer, ofendiendo a tu padre... al cual tiene el mío el honor... de estrechar la mano.

El señor Nobis alargó la mano al carbonero, quien se la estrechó con fuerza, y en seguida empujó a su hijo hacia los brazos de su compañero Carlos.

-Le agradeceré -dijo el padre de Nobis al señor maestro- que los ponga juntos, en el mismo banco. Nuestro maestro accedió y le dijo a Pedro que se sentara al lado de Carlos.

Cuando estuvieron juntos, el padre de Carlos saludó y salió.

El carbonero permaneció un momento pensativo, mirando a los dos escolares en el mismo banco; después se les acercó, miró a Carlos con expresión de afecto y de remordimiento a la vez, como si quisiera decirle algo, pero no le dijo nada; alargó la mano para hacerle una caricia y se contuvo, limitándose a rozarle ligeramente la frente con sus toscos dedos. Luego se acercó a la puerta y, volviéndose una vez más para mirarlo, desapareció.

-Acordaos bien de lo que acabáis de ver -dijo el señor maestro-; es la mejor lección del año.

La historia de un niño ciego y su perrito Dag

     Mi nombre es Dídimo, nací en una aldea encantada. Tengo los ojos claros como los de mi hermanito Henrik. Cuando cumplí mis cuatro añitos de vida, mi madre nos compró un balón, unos zapatos deportivos y una camiseta verde-según escuché- era su color.